Noviembre 2011. nº 24 de LABERINTOS Revista semestral de Humanidades.
“Tan lejos y tan cerca, sin embargo, de Birnam”
(extractos de un carnet
de guerre de René Berthier, fechado en 1916 cerca de Vauclerc, al norte de
Craonnelle).
Mi
nombre es Berthier. Habrán de pasar todavía algunos años antes de que alguien, al
hilo de Macbeth, escriba que también la muerte hay que ensayarla y que todo, en
el teatro como en la vida, puede llegar a reducirse a un sistema de entradas y
salidas del escenario. Entradas y salidas. Aquí hemos sabido cuándo entrábamos,
pero jamás cuándo saldremos. Así que, por entre la tramoya de creta blanca de
las trincheras, algunos no esperamos sino recibir la buena herida que marque
nuestra salida definitiva. Junto a mí, Bretteville y Clouard se afanan por
traducir las escasas palabras grabadas a navaja sobre una tabla enemiga
abandonada a la entrada de una casamata: “Hacia el teatro de operaciones”, dice
Clouard. Mi nombre es Berthier, y ya reescribí sobre la guerra y la muerte, también
sobre el miedo, palabras que antes había escrito mi amigo Guillaume, el poeta. Buscadlas.
Las mías y las de él, las suyas, sin duda, más certeras que las mías. Están por
ahí, perdidas, escritas durante alguno de aquellos amargos días en los que, el
uno junto al otro, nos esperábamos a nosotros mismos mientras aguardábamos la salida
definitiva. Guillaume y Berthier, sí, pero también Clouard y Bretteville, y
tantos y tantos otros que sería interminable nombrarlos a todos uno por uno. Fuimos
nombrados malditos, a la espera,
entre bambalinas, para entrar en escena. Malditos, todavía más si fuese
posible, a la espera de nuevo, para salir del lodo de las trincheras. Nada, nos
dirá quien tanto haya de decir del ensayo de la muerte, puede llegar a ser tan
horroroso como la forma de dejar la existencia. Nada.
Hay,
ante todo, una manera de observar la naturaleza, Berthier, y de interpretar la
naturaleza, una manera que es muy legítima, me dijo tiempo atrás Guillaume
desde la calma y el sosiego. Mira ese árbol. Sus hojas ni siquiera han tenido
tiempo de caer sobre los claros del bosque. La única que he arrancado, continuó
Guillaume, se ha convertido en un espejismo. En algún momento, el manto espeso
de hojas permitió pasear sin miedo fuera de las trincheras. El bosque, el que
fue protección y alivio, no es ahora sino desfile de esqueletos tronzados. No
hay hoja alguna en las ramas que poder arrancar para que se haga espejismo.
Tampoco sobre el lodo hay hoja alguna. A veces fuimos, nosotros mismos, bosque,
manto de hojas, hierba. Pero no ahora. Con el tiempo, tal vez retirarán la
munición que siembra el bosque, recogerán los caballos de Frisia, el alambre de
espino que lo recorre de lado a lado, rellenarán, incluso, la interminable red
de las trincheras de creta y lodo y los cráteres de los obuses. Pero será,
seguro, casi imposible, tal es la cantidad de tierra ensangrentada que habrá de
desplazarse en esta guerra, que todo quede como fue. Dejarán, sí, lo harán, que
el bosque ametrallado resurja de sí mismo, dañado y herido, abrumado, mutilado
y arrasado, sin nada que convertirse en espejismo, sin hierba ni manto de hojas
sobre el que pasear sin miedo. Tal vez entonces alguien pueda llegar a ser
bosque, manto de hojas, hierba. Pero no ahora, “a la hora y costumbre de la
muerte”.
La
pesadilla, hoy, y tal vez siempre, es pesadilla de barro y sangre. Y todos
nosotros, en ella, embarrados y ensangrentados, nos ahogamos, los unos junto a
los otros, en ese barro helado de creta y en esa sangre nuestra tan caliente. Nos
ahogamos, sí, con el frío y el calor insoportables aferrados como con ganchos y
alambre de espino a la garganta. “Si todo terminara una vez hecho”, leo. Pero
no son, me dicen, así las cosas. La imagen de la vida no es eterna, como pide Lady
Macbeth a los rostros de los muertos, no es eterna esa imagen en quienes ahora
me rodean y rodean a Guillaume. No es eterna, no, la imagen de la vida en los
rostros aún vivos de Clouard ni de Bretteville. Tampoco en los de los demás, en
los rostros de los otros, ni, tal vez, en nosotros mismos. Y no, no podemos
olvidar, ni jamás podremos, la traza del miedo, de la pesadilla y la derrota en
el rostro de los nuestros.
La
madera sin heridas sirve para que podamos calentarnos, y para reforzar y
consolidar las defensas. La madera sin heridas sirve para entramar de troncos
el suelo descarnado de la trinchera e impedir que nos atasquemos en el barro.
La madera herida también sirve, sí, también sirve. Hay obuses del 75
incrustados en los corazones de las hayas, metralla, esquirlas y balas en los
troncos de los robles y los fresnos. Las cortezas, dicen, cicatrizarán algún
día las heridas. Al pie del enebro, canta un pajarillo.
Hay
una mujer por los alrededores, la vemos a menudo, a la que todos llaman Señora
Bragelogne. Viaja por todo el frente con un viejo carretón de madera y lona
repleto de mercancía que poder vender a los soldados. Junto con sus tres hijos,
parecen una troupe llegada desde guerras de antaño. Sucios y pesados,
embarrados y heridos. Las palabras que la señora madre nos repite en sus
visitas no son palabras que no hayan sido dichas ya en otras guerras. En el
futuro diré más de ella. Ahora bastará, lo sé, con esto que anoto. Nos
volveremos a encontrar, nos dijo un amanecer la madre, cuando finalice el
estruendo, cuando la batalla esté ganada y perdida, cuando lo hermoso sea feo y
lo feo sea hermoso, cuando se pueda revolotear por entre la niebla y el aire
impuro. Y lo hizo del mismo modo en que, tal como leo ahora, tres brujas fatídicas
cantan, las manos enlazadas como hermanas, cómo y cuándo se reencontrarán con
Macbeth. Así se lo dije a Guillaume cuando la madre y los hijos marcharon.
Jamás, si hemos de verlo, veremos un día tan hermoso y tan feo a la par, Berthier,
me contestó él. Jamás nosotros, pienso ahora, aunque sí lo vea el propio Macbeth
al volver de la batalla. Jamás, añadió entonces Guillaume, por entre el aire
nauseabundo y caliente, amarillo, enmohecido, envenenado de los cilindros de
cloro reventados en gas lacrimógeno y fluorescente.
Guardo
entre las páginas de este cuaderno una vieja fotografía de la granja de
Hurtebise. Bajo sus tres árboles majestuosos y centenarios, dicen, se amontonan
los cadáveres de una guerra pasada. Se amontonarán más todavía. Nada queda
ahora de la granja, reducida a cenizas, y, sin embargo, los tres árboles, abrasados,
permanecen aún en pie, retorcidos y heridos, no pareciendo habitantes de la
tierra. Donde antes hubo vida, ahora se ancla el carro de la madre Bragelogne.
Sobre él, al modo en que lo hacen las hermanas fatídicas, los tres árboles
enlazan sus negros brazos calcinados. No hay hoja alguna que pueda convertirse
en espejismo, pero sí queda, firme, la traza de la pesadilla. Cantan los
árboles con los demás, con todos, me dijo un día Guillaume, mientras galopan
los fonógrafos. Y el universo, con esa voz con que cantan los árboles, se
lamenta.
Responde
Macbeth a Lady Macbeth, les cuento al atardecer a Bretteville y a Clouard, que
no es de ahora el derramar sangre, y que ya se vertió en antiguos tiempos,
cuando las leyes humanas no habían dulcificado las costumbres. Que la sangre
llama a la sangre, le dice, y que se ha visto moverse a las piedras y hablar a
los árboles, les cuento. También le dice a ella, Macbeth, que por la voz de las
aves se han revelado secretos. Y que habrán de revelarse aún más, ahora nosotros
lo sabemos. Todo esto les cuento al atardecer a Bretteville y a Clouard. El
pájaro debiera repetirle su dulce canto, pedía tiempo atrás Guillaume, a la
funesta ametralladora que restalla en el horizonte. Acaso el mismo pajarillo
que cantaba al pie del enebro, el que canta y lo hará, lo sé, desde las ramas
enlazadas de los tres árboles de Huterbise, en estos tiempos no dulcificados de
sangre y lodo, “a la hora y costumbre de la muerte”, como me recuerdan ahora Bretteville
y Clouard.
Volveré
sobre palabras mías. Escribo porque antes otros lo han hecho, porque antes
incluso uno mismo lo ha hecho. Transcribo, palabra por palabra, lo que ya dije
en algún carnet de guerre anterior.
“Al amanecer, recostados en los arcenes del camino, escuchamos como alguien nos
decía que, tras la colina frente a nosotros, el mundo había comenzado a
abrasarse. Que todo rugía con el fuego, que la carne de los hombres era de lava
y que el incendio ascendía desde los cimientos calcinados de la tierra.
Escuchamos decir que el horizonte era de gasolina, y de cohetes desvanecidos
como flores marchitas que lo prendían. Escuchamos al diablo y, enseguida, vimos
el resplandor, absorbido por la niebla, de todas sus tempestades. Un solo
resplandor y un solo ruido. Un solo fulgor blanco y cegador que hubiese
enloquecido al propio diablo, como a nosotros nos enloquecía en aquel
instante”. Y añado, ahora, que ha cantado al fin el pajarillo sobre las ramas
enlazadas como los brazos de las fatídicas hermanas, que ha cantado como de él
se esperaba, tras haber depositado de su pico una rama reverdecida sobre la
rama calcinada, y que ha cantado, sí, como así le cantan las brujas a Macbeth,
que no será vencido el hombre “hasta que el gran bosque de Birnam suba
marchando, para combatirle, a la alta colina de Dunsinane”, esa colina abrasada
en la que quiera Dios que el hombre se abrase. Y añado, y termino, que el
pajarillo ha cantado que arrancarán los árboles su raíz del seno de la tierra y
que el hombre no alzará cabeza hasta que el bosque no llegue a él.
Mi
nombre es Berthier. Tan sólo querría ahora, como así lo dejo escrito, deciros,
como el mensajero hace con Macbeth a poco del desenlace, que “he visto lo que
voy a decir, más no sé cómo hacerlo”, por lo que tan sólo diré, y así lo
escribo, que del lado del bosque de Vauclerc, éste comienza a moverse. Sí, el
bosque comienza a moverse. Tal vez ahora nos llegue, sí, la buena herida,
amigos Bretteville y Clouard. Acaso sea, sí, el momento preciso de nuestra
salida del escenario, esa salida que tenemos tan bien ensayada como la muerte
que también debe ser ensayada, como os repetirán, sabéis, tiempo después. Quizás,
sí, ahora podamos volver a ser, en nuestro espejismo, bosque, manto de hojas y hierba.
Pasearemos, al fin, sin miedo fuera de las trincheras. Y tan sólo deciros, como
ya nos dejó escrito a todos el bueno de Guillaume, Guillaume el poeta, “que el
sol os proteja a vosotros que me amáis lo suficiente para no abandonarme jamás
y que al sol danzáis sin levantar polvo”. Vamos, os digo, está hecho.