Dice la Muerte a Jan Fabre:
Tu corazón es un tintero de sangre. Alguien ha escrito
que hay una salpicadura de sangre en el origen de todo lo que es humano. Pero
tú eres, además de humano, un servidor de la belleza y defiendes la
vulnerabilidad del cuerpo humano, del tuyo y del de los demás, sus transiciones
y sus cambios, sus metamorfosis. Tu corazón es el tintero de sangre con que
dibujas el caparazón de los escarabajos, con que salpicas los puentes que se
tienden entre la vida y la muerte. Escuchas a Valéry cuando dice que el cuerpo
hace sangre que hace cuerpo que hace sangre, y mojas en ella tus pinceles para
que sea la sangre la que trace su camino sobre el papel, el camino del cuerpo y
de la carne, el camino que atraviesa tu propio paisaje, el paisaje y el cuerpo
que eres. Has escrito, Jan, que el tuyo es el lugar en el que la muerte se
alegra de socorrer a la vida; que la muerte es un estado de vida, el espacio de
aquello que no está vivo pero que se revive y despierta de nuevo a la vida a
través del arte. Creas tensión y aflora la carne bajo la piel, la sangre por
entre la carne, la muerte en cada resquicio. Me has retratado, sentada y
majestuosa, sosteniéndote a ti mismo, albergando tu retrato en mi regazo, como
la Madre del Hijo, mirándote con la ternura posible de las cuencas vacías de
mis ojos, tu cuerpo repleto de insectos, bien trajeado y preparado siempre, el
cerebro en la mano, el cerebro bien cogido por una de tus manos. Así, Jan, me
has retratado y te has retratado. Dices que hay que repetir rituales hasta la
muerte, o al menos debe hacerlo el artista, y repites, hasta llegar a mi
regazo, tus gestos neuróticos y agresivos, automáticos, mecánicos e
instintivos; los repites al dibujar, pues así haces tangible el tiempo en las
repeticiones, pero también los repites en los otros, al hacer bailar a los
tuyos, al obligarles a recrear obstinadamente los actos y los gestos: tiemblan,
oscilan, se estremecen, como en un estado post
mortem más allá de la vida, estiran
el envoltorio frágil de sus cuerpos, tartamudean incontrolables, tensan la piel
con gesto animal, mítico o demoníaco, despiertan a la vida en el gesto repetido
desde la muerte. Amas la repetición pero bailas siempre, dices, es todo lo que
puedes hacer, flotar y bailar, repetir y bailar, así lo escribes, bailar sobre
los muertos, bailar la danza macabra, bailar la última cena acribillado a
balazos, bailar para mí con la máscara azulada de tu nuevo rostro hasta
desvanecerte en mi regazo y olvidar tu cuerpo, tu sangre, tu paisaje. Has
colocado, para revitalizar la vida, un catafalco de lirios y gladiolos, de
flores rojas, amarillas, moradas y blancas, las has esparcido sobre el suelo y
sobre el túmulo. Las flores son el remedo de la sangre, lo sabes. El tapiz de
flores, a una orden tuya, ondula y se mueve, respira y palpita. De entre las
flores salen las manos, los brazos, los pies y las piernas de la bailarina, su
cabeza, todo su cuerpo. Parece que ella se levanta de mi regazo, parece que tú,
Jan, te levantes de mi regazo. El tapiz estalla y se esparce como la sangre,
como la salpicadura que hay en el origen de todo lo humano. Cada movimiento de
ella y cada gesto, cada mirada es un acontecimiento que abre nuevos modos de
mirar la vida. Eres, Jan Fabre, el Ángel de la Muerte, mi ángel, eres sangre, flujo
a borbotones, cuerpo que se desgasta y vive conmigo, porque vives, Jean,
conmigo, con la Muerte que vagabundea por tu vida cotidiana y se esconde en tus
dibujos, en el mármol de Carrara de nuestro retrato, en el túmulo repleto de
mariposas en el que reposa el cuerpo de tu bailarina extasiada. Hablas, dices,
con la voz de que estás hecho, y escribes con tu sangre, pero sabes que hablas
con mi voz y escribes con mi sangre. Sabes que eres mi paisaje.