“Antaño, dicen, nadie mostraba su propio rostro en un
baile. Mejor no desvelar a los demás que no se es sino sombra, nada, como así
le sucede al bebedor de éter de Jean Lorrain cuando descubre ante un espejo que
nada hay, nada, bajo su máscara de plata y azucenas negras. Tan sólo sombra,
nada, vacío y muerte en un baile en el que nada se baila, en el que no hay
orquesta, en el que se permanece perdido en el centro de una multitud
desconocida y silenciosa, una multitud sin gesto alguno, sin rostro, sin nada.
Mejor desvelar que no se es nada, que no se es sino sombra. Sombra y nada;
sombra como la de quien baila con nosotros la última ronda, nada como la de
quien nos arrastra pues nuestro mismo rostro tiene. Daré fealdad, dice la
Muerte, y gusanos que roan y coman por dentro la carne podrida; y no os valdrán
rosas, ni azucenas negras, ni adorno alguno. Y lo dice mientras nos sonríe, la
Muerte, con una sonrisa congelada y enferma, el semblante rígido y fijo, una
sonrisa persistente, duradera, una sonrisa a la vez cómica y trágica que va más
allá de lo solicitado, esa sonrisa que es lúgubre mueca si persiste sin motivo,
lúgubre, sí, y trágica y cómica como la carcajada sardónica con la que, ante la
llegada del mal, ante el cólera, se despide de Aschenbach el bufón veneciano
que le canta el estribillo de una canción incomprensible a voz en cuello,
temblando, al borde del estallido incontenible, doblando las rodillas,
golpeándose los muslos, señalando con el dedo hacia lo alto, cogiéndose las
caderas y convirtiendo la risa en grito hasta que todos los que con él bailan
estallen con él. Su cara pálida es una maliciosa máscara erosionada por la
mueca del mal, como así también será la de Aschenbach, como lo es siempre el
rostro de la Muerte.”
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